Entre los dos y los tres años, los niños empiezan a desafiar
las normas impuestas por mamá y papá. Para los padres esto resulta muy
perturbador y se preguntan qué ha sido de su dulce, encantador y siempre
sonriente bebé. Pues en nuestras manos está que ese bebé tan dulce se convierta
también en un dulce niño y no en un tirano. Nuestra manera de reaccionar
condiciona mucho su futuro comportamiento, tanto a corto como a largo plazo.
Los niños que se convierten en tiranos son exigentes,
impacientes, cumplen pocas o ninguna de las normas de sus padres y reaccionan
de manera violenta cuando no se salen con la suya. Estas circunstancias suelen
ser causa de muchas tensiones en casa y de disputas familiares. Si este es el
caso de vuestro hijo o hija, tranquilos, siguiendo una serie de pautas se puede
atajar. Eso sí, hay que ser constante y no flaquear. Hay que tener en cuenta,
que los niños se van a resistir al principio para intentar seguir con los
privilegios de los que han disfrutado hasta ahora. No nos lo van a poner fácil.
Pero hay que recordar siempre que los adultos somos nosotros y que no les
hacemos ningún favor cediendo a sus exigencias.
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¿Por qué se portan
así los niños?
Hay dos causas principales por las que se mantienen las conductas
inadecuadas de los niños:
Falta de
consecuencias: cuando una determinada conducta no deseada no tiene ninguna
consecuencia negativa para el niño, la conducta tiende a perpetuarse.
Prestamos más
atención a las conductas negativas que a las positivas: en muchas
ocasiones, los padres tendemos a pensar que lo normal es que los niños se porten
bien. Así que cuando lo hace no le prestamos atención, aliviados de que nos
proporcione unos minutos de tranquilidad y descanso. Sin embargo, cuando hace
algo inadecuado enseguida estamos encima para reprenderle y castigarle.
Conseguir, entonces, la atención de papá y mamá, aunque sea para regañarle, se
convierte en un refuerzo positivo. Si portándome bien no consigo que me hagan
caso, pues me porto mal y me prestan atención al momento.
Si unimos las dos causas, es decir, que si se porta mal
consigue la atención de sus padres pero no tiene ninguna consecuencia negativa
salvo la regañina, entonces el niño ya tiene más que suficientes motivos para
portarse mal.
Además de estas dos, podemos encontrar otras causas para el mal comportamiento.
Edad del niño: no
debemos confundir cuándo el niño está tratando de explorar, descubrir, etc. (en
edades más tempranas, alrededor de los dos años) y cuándo el niño realmente se
está portando mal. Solemos pensar que el niño lleva malas intenciones, aunque
realmente sólo esté intentando explorar lo que tiene alrededor. Es a partir de
los tres años, más o menos, cuando los niños empiezan a distinguir mejor entre
lo que está bien de lo que está mal. Eso sí, empiezan poco a poco, no de la
noche a la mañana. No quiere decir que cuando cumplen los tres años todo lo que
hacen mal es con mala intención. Van descubriéndolo a medida que ven nuestras
reacciones.
Le decimos lo que
tiene que hacer pero no le servimos de ejemplo: si le decimos gritando que
no debe gritar o si le pegamos porque nos ha pegado, pues no resulta muy
congruente. Probablemente consigamos justo lo contrario de lo que pretendemos.
Explicadas algunas de las causas que pueden estar influyendo
en el mal comportamiento de nuestros hijos, vamos a hablar, a continuación, de
las medidas que podemos tomar para solucionarlo.
Pautas a seguir para
mejorar el comportamiento de nuestros hijos.
Establecer hábitos: realizar actividades en horarios
previamente establecidos da seguridad a los niños porque saben lo que les
espera en cada momento. Les libera de incertidumbres y les ayuda a establecer
prioridades. Sin embargo, esto no debe plantearse al niño de manera coercitiva,
que generaría más conflictos, sino como una manera de establecer un equilibrio
en su vida.
Establecer normas y límites: el niño debe saber qué
normas debe seguir y cuáles son los límites hasta los que puede llegar. Muchas
veces, al no estar esto muy claro se genera una situación de “tira y afloja”
entre los padres y el niño. El niño deseoso de saber hasta dónde puede llegar y
los padres pensando que el niño lo hace con mala voluntad y que las normas y
los límites, que para ellos están claros, el niño debía saberlos aunque nadie
se los haya explicado. Ambas partes se sienten frustradas y entran en conflicto
sin entenderse entre ellos. Es muy importante que quede claro cuáles son las
conductas que se esperan del niño y estas conductas deben estar bien definidas
para que al niño no le queden dudas. Es decir, no vale como conducta “que el
niño se porte bien”, hay que definir qué significa “portarse bien” y qué
conductas concretas son las esperadas.
Establecer recompensas y castigos: esto debe hacerse
poniéndose de acuerdo con el niño. Por ejemplo, él puede indicar una lista de
recompensas que él considera atractivas y que las ordene pensando en cuál le
gusta más y cuál menos. Así podremos acordar qué recompensas se le
proporcionarán cuando tenga una determinada conducta (las conductas más
difíciles con las recompensas más suculentas) y qué castigos corresponderán
cuando no se cumplan. No se debe quitar nunca la recompensa ganada en una
conducta para castigar la falta de otra. Si se hace esto el niño pensará que no
merece la pena el esfuerzo. Vamos a poner un ejemplo para que quede claro.
Supongamos que tenemos establecido que si recoge su habitación le corresponde
media hora de juego con el ordenador, si come sentado a la mesa y tranquilo, le
corresponde media hora de TV y si hace las dos, al día siguiente le llevamos a
jugar al parque durante una hora. Bien, si no recoge su habitación su castigo
es que se queda sin jugar con el ordenador y sin ir al parque al día siguiente.
No se le puede castigar sin la TV por no recoger la habitación si ha comido
sentado a la mesa y tranquilo, puesto que esa recompensa se la ha ganado y
pensará que para qué se va a esforzar si con un fallo se queda sin nada.
Prestar atención ante las conductas deseadas: cuando el
niño esté haciendo algo bien, hay que decírselo, felicitarle por ello y
recompensarle con nuestra atención: si necesita ayuda, que nos cuente algo
mientras lleva a cabo la actividad (nos puede contar cómo le ha ido en el cole
mientras cenamos o mientras recoge su habitación). Sin embargo, cuando haga
algo inadecuado le retiramos inmediatamente la atención.
Limitar el uso de la palabra NO: cuando le queramos
indicar que haga algo suele funcionar mejor si se lo decimos en positivo. Por
ejemplo, es mejor si le decimos “habla un poco más bajo” que “no grites”,
suelen obedecer más y de mejor grado de la primera manera.
Adaptar la dificultad de las normas a la edad del niño:
no es igual la comprensión que tiene un niño con tres años que con siete, como
tampoco es igual su capacidad para llevar a cabo las tareas. A medida que vaya
creciendo, iremos incrementando la dificultad.
Observar en qué momentos del día y en qué circunstancias se resiente
su comportamiento: es normal que cuando los niños están
cansados, aburridos, tienen sueño o
hambre, se encuentran mal o se sienten incómodos su conducta no sea la mejor.
Cuando tengan cubiertas sus necesidades será más fácil controlar todo lo demás.
Tener en cuenta que los niños son niños y se comportan como tal:
no podemos esperar que su conducta sea ejemplar las 24 horas del día, los 365
días del año. Habrá momentos en los que harán trastadas e intentarán saltarse
las normas. Es importante no perder la
calma e intentar cumplir lo expuesto anteriormente.
Hay que ser flexibles en ocasiones especiales: es decir,
los hábitos, horarios y normas
establecidos no tienen que ser inamovibles. Si somos demasiado rígidos, les estamos incitando a desobedecer.
Todas estas pautas son muy generales y pueden no funcionar
en casos concretos. Cuando sea así, lo mejor es acudir a un profesional que
puede diseñar una estrategia personalizada.
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