miércoles, 19 de marzo de 2014

El experimento de la cárcel de Stanford

En psicología, como en medicina, tenemos un código deontológico que regula la actividad profesional de los psicólogos. Es decir, son una serie de normas sobre lo que podemos hacer y lo que no y sobre cómo podemos hacerlo, siempre cuidando el bienestar de los pacientes. Sin embargo, en la historia de la psicología, existen diversos experimentos que pusieron en jaque la moralidad de los autores.

Hoy vamos a hablar de uno de esos experimentos que supuso muchas críticas dentro de la comunidad de psicólogos y cuyas consecuencias siguen siendo hoy objeto de debate. Es el experimento de la cárcel de Stanford, de Philip Zimbardo, realizado en 1971.

Zimbardo, financiado por la Oficina de Investigación Naval de los Estados Unidos, buscaba averiguar qué ocurría cuando se ponía a buenas personas en un ambiente malo y dar una explicación a la existencia de violencia en las cárceles.

Para seleccionar a los participantes, pusieron un anuncio en el periódico ofreciendo 15 dólares diarios a cada uno mientras durara el experimento. De los que respondieron, seleccionaron a 24 personas, las más saludables y emocionalmente estables. Todos ellos eran estudiantes universitarios con un nivel socioeconómico similar. Estos 24 participantes fueron asignados al azar al rol de prisionero o carcelero, quedando la mitad de ellos en cada papel.






La “prisión” fue acondicionada en el sótano del departamento de psicología de la Universidad de Stanford. Zimbardo les dio a los carceleros uniformes, gafas de espejo y porras (para evitar el contacto visual y fomentar la despersonalización). Los prisioneros, por su parte, debían llevar unas batas y sandalias, sin ropa interior y unas medias en la cabeza (para simular que llevaban las cabezas rapadas, como hacían en los campos de concentración durante el Holocausto, fuente de su inspiración). Además, debían llevar una cadena en el tobillo y un número cosido en la ropa, por el que serían identificados (en lugar de los nombres, que les daría un carácter más personal).

Mientras durara el experimento y para emular lo máximo posible a una cárcel, los prisioneros debían permanecer allí las 24 horas del día. Los carceleros trabajaban a turnos y podían irse a su casa cuando no les tocara trabajar.

El día que comenzaba el experimento, para darle más realidad, agentes de policía reales (que decidieron colaborar voluntariamente con el proyecto) detuvieron a los prisioneros en sus casas (que no sabían qué día empezaba). Los llevaron a comisaría, los ficharon y les taparon los ojos para trasladarlos a la prisión (los “delincuentes” no sabían que se encontraba en la universidad).



A los carceleros les dieron la indicación de no ejercer la violencia física pero sí debían humillarlos, burlarse de ellos, hacerles sentir miedo. Toda violencia psicológica estaba permitida.

El segundo día, después de haber sufrido un trato completamente vejatorio sin protestar, los prisioneros decidieron amotinarse. Los carceleros, para acabar con el motín, utilizaron medidas drásticas. Rociaron a los prisioneros con extintores (sin permiso de los investigadores), los separaron y ofrecieron recompensas a los que se chivaran de sus compañeros, les engañaron diciéndoles que otros compañeros les habían delatado… 

Tras acabar con el motín, los dividieron en “buenos” y “malos”, dando recompensas a los buenos y castigos a los malos (como obligarles a realizar trabajos forzados, no permitirles ir al servicio, quitarles la comida y los colchones, obligarles a limpiar los servicios sólo con las manos, desnudarlos…). Los carceleros cada vez se tomaban su papel más en serio.

Según iban pasando los días, algunos prisioneros empezaron a mostrar signos de desórdenes emocionales agudos. Uno de ellos sufrió un sarpullido por todo el cuerpo, otros dos de ellos sufrieron traumas severos (estos dos fueron sustituidos)…

Tras seis días de experimento, una estudiante de posgrado ajena al proyecto fue a realizar unas entrevistas a la prisión a petición de Zimbardo. Cuando vio la situación, dio la voz de alarma diciendo que estaban en pésimas condiciones. Fue la única que puso objeciones de cincuenta que pasaron por allí. Entonces, Zimbardo decidió cancelar el experimento, ocho días antes de lo previsto.

Por razones obvias, este experimento fue ampliamente criticado. Además, las conclusiones que publicó Zimbardo tampoco fueron bien aceptadas, puesto que el autor perdió objetividad al participar activamente en la prueba como “superintendente” de la prisión, aparte de otras muchas cuestiones.

Por suerte, hoy en día no se permiten esta clase de experimentos. Ya no es aceptable lo de que “el fin justifica los medios” y, por mucho conocimiento que pueda aportar una investigación, primero hay que cuidar la plena integridad de los participantes, tanto física como psicológica.



¿Qué os ha parecido este experimento? Dejad vuestros comentarios sobre vuestras impresiones.

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