En psicología, como en medicina, tenemos un código
deontológico que regula la actividad profesional de los psicólogos. Es decir,
son una serie de normas sobre lo que podemos hacer y lo que no y sobre cómo
podemos hacerlo, siempre cuidando el bienestar de los pacientes. Sin embargo, en
la historia de la psicología, existen diversos experimentos que pusieron en
jaque la moralidad de los autores.
Hoy vamos a hablar de uno de esos experimentos que supuso
muchas críticas dentro de la comunidad de psicólogos y cuyas consecuencias
siguen siendo hoy objeto de debate. Es el experimento de la cárcel de Stanford,
de Philip Zimbardo, realizado en 1971.
Zimbardo, financiado por la Oficina de Investigación Naval
de los Estados Unidos, buscaba averiguar qué ocurría cuando se ponía a buenas
personas en un ambiente malo y dar una explicación a la existencia de violencia
en las cárceles.
Para seleccionar a los participantes, pusieron un anuncio en
el periódico ofreciendo 15 dólares diarios a cada uno mientras durara el
experimento. De los que respondieron, seleccionaron a 24 personas, las más
saludables y emocionalmente estables. Todos ellos eran estudiantes
universitarios con un nivel socioeconómico similar. Estos 24 participantes
fueron asignados al azar al rol de prisionero o carcelero, quedando la mitad de
ellos en cada papel.
La “prisión” fue acondicionada en el sótano del departamento
de psicología de la Universidad de Stanford. Zimbardo les dio a los carceleros
uniformes, gafas de espejo y porras (para evitar el contacto visual y fomentar
la despersonalización). Los prisioneros, por su parte, debían llevar unas batas
y sandalias, sin ropa interior y unas medias en la cabeza (para simular que
llevaban las cabezas rapadas, como hacían en los campos de concentración
durante el Holocausto, fuente de su inspiración). Además, debían llevar una
cadena en el tobillo y un número cosido en la ropa, por el que serían
identificados (en lugar de los nombres, que les daría un carácter más
personal).
Mientras durara el experimento y para emular lo máximo
posible a una cárcel, los prisioneros debían permanecer allí las 24 horas del
día. Los carceleros trabajaban a turnos y podían irse a su casa cuando no les
tocara trabajar.
El día que comenzaba el experimento, para darle más
realidad, agentes de policía reales (que decidieron colaborar voluntariamente
con el proyecto) detuvieron a los prisioneros en sus casas (que no sabían qué
día empezaba). Los llevaron a comisaría, los ficharon y les taparon los ojos
para trasladarlos a la prisión (los “delincuentes” no sabían que se encontraba
en la universidad).
El segundo día, después de haber sufrido un trato
completamente vejatorio sin protestar, los prisioneros decidieron amotinarse.
Los carceleros, para acabar con el motín, utilizaron medidas drásticas.
Rociaron a los prisioneros con extintores (sin permiso de los investigadores),
los separaron y ofrecieron recompensas a los que se chivaran de sus compañeros,
les engañaron diciéndoles que otros compañeros les habían delatado…
Tras acabar
con el motín, los dividieron en “buenos” y “malos”, dando recompensas a los
buenos y castigos a los malos (como obligarles a realizar trabajos forzados, no
permitirles ir al servicio, quitarles la comida y los colchones, obligarles a
limpiar los servicios sólo con las manos, desnudarlos…). Los carceleros cada
vez se tomaban su papel más en serio.
Según iban pasando los días, algunos prisioneros empezaron a
mostrar signos de desórdenes emocionales agudos. Uno de ellos sufrió un
sarpullido por todo el cuerpo, otros dos de ellos sufrieron traumas severos (estos
dos fueron sustituidos)…
Tras seis días de experimento, una estudiante de posgrado ajena
al proyecto fue a realizar unas entrevistas a la prisión a petición de
Zimbardo. Cuando vio la situación, dio la voz de alarma diciendo que estaban en
pésimas condiciones. Fue la única que puso objeciones de cincuenta que pasaron
por allí. Entonces, Zimbardo decidió cancelar el experimento, ocho días antes
de lo previsto.
Por razones obvias, este experimento fue ampliamente criticado.
Además, las conclusiones que publicó Zimbardo tampoco fueron bien aceptadas,
puesto que el autor perdió objetividad al participar activamente en la prueba
como “superintendente” de la prisión, aparte de otras muchas cuestiones.
Por suerte, hoy en día no se permiten esta clase de experimentos.
Ya no es aceptable lo de que “el fin justifica los medios” y, por mucho
conocimiento que pueda aportar una investigación, primero hay que cuidar la
plena integridad de los participantes, tanto física como psicológica.
¿Qué os ha parecido este experimento? Dejad vuestros comentarios
sobre vuestras impresiones.
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